Palabras de ida y vuelta

Pilar Galán Rodríguez
22/01/2015
Mi hijo aprende a hablar muy poco a poco, y el mundo se conforma en cuanto levanta su dedo índice y lo señala. Medita cada palabra durante lo que parece una eternidad, como si limara y eliminara sus aristas. Luego la devuelve pronunciada a su particular manera, envuelta en risa, orgulloso de la proeza colosal de la comunicación humana. Si está cansado, se limita a comprender, que no es poco, pero si quiere jugar, la casa entera se convierte en una granja donde la vaca repite una y otra vez la onomatopeya recién descubierta. Y el cerdo, la gallina, y el pollito, primeras gotas de una cascada interminable. Mi hijo aprende a su ritmo lento, sin prisa alguna, mientras mi madre olvida más rápidamente de lo que esperábamos. Existe un agujero negro, una sima que traga sus sílabas y lo que representan. Su mundo no se hace grande sino que mengua. Todo el esfuerzo interminable de la adquisición del lenguaje empieza a desmoronarse. Olvida palabras, a veces incluso la realidad que nombran. Deja, como mi hijo, su dedo índice a merced de la pregunta. Luego, desiste. Tranquila, le decimos, no tengas prisa, como si el mundo pudiera esperar para conformarse, para que ella supiera nombrar la raíz de su olvido. Sería reconfortante pensar, como los científicos, que la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma, y que las palabras que ella olvida, mi hijo las aprenderá, como un legado. Sería hermoso, pero no es cierto, y por tanto, no puede ser un consuelo. Solo me queda pulir, limar, acariciar, y sobre todo maravillarme cada vez que uno de los dos encuentra el camino, de ida o vuelta, en su búsqueda de la palabra.